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lunes, 17 de agosto de 2020

Ventajas de la pandemia

 


Por: @CamiNogales


Hoy es día 142 de cuarentena y el tercero de otra cuarentena estricta en la localidad que vivo y, a pesar del cansancio que me causa este encierro, me referiré a los aspectos positivos que ha traído consigo esta coyuntura a mi vida. Probablemente les hablo desde la perspectiva de una persona que contrajo el 'Síndrome de la Cabaña' y que salir a comprar los productos de la canasta familiar le produce física pereza y paranoia de imaginar que cada una de sus compras ha sido manoseada por varios seres humanos. 

A pesar de los daños colaterales a la salud mental causadas por estas circunstancias, trabajar en la casa es lo mejor. No hay que pensar en qué ponerse, el uniforme de trabajo, que es igual al de una entrenadora de un gimnasio, puede utilizarse a lo largo de toda la semana. Tampoco hay que manejar, enfrentarse a los trancones diarios, ni subirse a un Transmilenio con el afán de llegar a tiempo porque la oficina actual está ubicada a tan solo 30 segundos de la cama. No se corre el riesgo de subirse, en días de lluvia, a ese inhumano transporte público, para ser espichado y tener que agarrarse de esos tubos contaminados, so pena de caerse, y con las ventanas cerradas, respirando el poco aire que circula, lleno de gérmenes propios y ajenos. 

En caso de reunión virtual, se acude al maquillaje, accesorios, prenda posterior favorita y leggings de gimnasio o pantalones de pijama, según el caso. El truco está en permanecer sentado y atento, mientras la cámara está encendida. De lo contrario, se pueden llevar a cabo actividades paralelas, revisando, cada segundo, que el micrófono y la cámara estén apagadas para evitar repetir experiencias incómodas. 

Ya no tengo que aguantar frío, temprano en la mañana, camino al gimnasio, porque ahora me queda, literalmente, a un paso de la cama. En este pequeño rincón, donde entreno a diario, no corro el riesgo de adquirir esos virus que, antes de la pandemia, me atacaban, por lo menos, una vez al mes. 

El único compromiso con el que debo cumplir es con el trabajo. Ya no es necesario dedicar parte de mi tiempo a crear e inventar excusas para justificar mi inasistencia a eventos sociales, a los que tanto les huyo, seguramente como consecuencia de mis excesos de juventud. 

Ni siquiera estoy expuesta a los besos babosos de algunos desagradables, ni a estrechar manos sudorosas ajenas. Cuando me presentan a alguien, ya tengo claro cómo saludarlo, pues el beso y la mano quedaron descartados totalmente; aunque, para ser honesta, difícilmente he conocido a alguien durante esta pandemia. 

Antes uno iba a un baño y nunca encontraba jabón, ni antibacterial. Lavarse las manos no era la práctica más limpia porque los grifos permanecían sucios. Ahora, en todo lugar, como parte de los protocolos de bioseguridad, desinfectan constantemente las áreas de uso común. Este es un deber ser, con o sin pandemia. 

En las filas nadie se atreve a acercarse a entablar conversaciones basadas en el clima, la hora o la afluencia del lugar. Esta pandemia también nos salva a los que odiamos compartir nuestra comida. Ya no toca darle un pedacito de nada a nadie. 

Ahora soy más lúcida para trabajar y mi mejor compañera de trabajo porque hablo sola, me hago reír y nunca me contradigo en nada. Aunque mi oficina está a diez pasos de la cama, a veces adapto este espacio para no tener que caminar y la convierto en un acogedor y somnoliento espacio laboral. 

Por lo general, las oficinas están adecuadas para que, desde el momento en que uno llega, se quiere ir. En cambio de esta no quiero salir. La desventaja es que odio hacer oficio y no permanece tan reluciente como quisiera, producto de mi animadversión y poco talento para llevar a cabo dicha actividad. 

Ya no me preocupo si, en el trabajo, debo cubrir varios eventos simultáneamente. No es necesario salir corriendo de un lado otro y llegar sudado, estresado y afanado. Solo hay que hacer click en otra ventana y el problema queda resuelto. Canto y bailo cuando quiero sin que nadie juzgue mi voz, ni mis pasos ochenteros. 

Aunque al principio era reacia al uso del tapabocas, porque, además de parecerme antiestético, me sentía ahogada detrás de ese pedazo de tela que se asemeja a un bozal, me quedó gustando. Puedo hablar y cantar, mientras camino en la calle, sin que nadie me escuche, y ya no corro el riesgo de ser salpicada por el protagonista de una historia que, al narrarla, de la emoción, baña a sus interlocutores. 

No vivir un caos diario en la calle me hace feliz. Pero realmente no sé si estoy feliz o mi salud mental se perjudicó más por cuenta de esta prolongada cuarentena. Es muy posible que así sea. Si bien esta coyuntura me generó una conciencia de los virus, de la que adolecí siempre, soplar las velas en un ponqué quedó descartado totalmente de mi vida, así como organizar una reunión con muchas personas y poner una tabla de quesos, maní o pasabocas para compartir. 

Otra práctica erradicada definitivamente es el famoso “mugre que no mata, engorda” porque ahora puedo constatar que el mugre sí mata y también engorda. Volver a socializar me costará mucho trabajo ya que prestaré más atención a cada movimiento que el prójimo haga en detrimento del ambiente que compartimos y pasará, a un segundo plano, el tema de la conversación. ¡Cosas de la pandemia!




viernes, 3 de julio de 2020

La Maldita Cuarentena



Por: @CamiNogales



Si leyeron el título con la música de La Maldita Primavera de Yuri lamento decirles que, al igual que yo, son población en riesgo por covid 19. Necesité más de 100 días de cuarentena para asimilar lo que ha ocurrido en este tiempo. Antes no era capaz de escribir porque estaba como los alcohólicos, sobreviviendo un día a la vez. 

No sé en qué momento nos pasó todo esto, me acuerdo que, con mi mamá, veíamos las noticias de la Operación Regreso a Casa que traería a unos colombianos que estaban en China, donde se originó el virus, y nunca me sentí aludida porque era problema de otro continente. Además, tampoco entendía la gravedad del coronavirus.  


Cuando la Organización Mundial de la Salud, OMS, dijo que se trataba de una pandemia, me tocó acudir al diccionario de la Real Academia Española, RAE, y, a pesar de leer su significado: “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”, tampoco comprendí la magnitud del mismo. 


El 6 de marzo se conoció el primer caso de un infectado en Colombia,  me pareció “tenaz”, pero más allá de eso, mi vida seguía igual. Iba al gym toda la mañana sin ningún tipo de protección y mi rutina era la de una desempleada normal que, en las tardes, salía sola a tomarme un té chai o matcha, mirando al infinito. De repente, todo empezó a cambiar, el gimnasio cada vez más solo, la gente compraba papel higiénico como loca, se acabó el jabón y el antibacterial en los supermercados. Esas actitudes son más contagiosas que cualquier virus porque, aunque tenía jabón y papel suficiente en mi casa, me asusté y salí a comprar. 


Quedaban pocos días de inscripción al gym, iba a renovar un año, pero preferí esperar porque el ambiente se empezaba a enrarecer. Sentí miedo porque yo cojo cuanto virus hay en la calle, literal y metafóricamente hablando. Los que me conocen, saben a lo que me refiero. 


Opté por hacer ejercicio en la casa y al día siguiente todos los gimnasios cerraron. Conseguí empleo, me pidieron papeles, los llevé, y a los tres días, el 19 de marzo, comenzó el simulacro, que empezaba un viernes y se acababa el lunes. Hasta ahí no había tanto problema, me estresé pensando en qué sería de mi proceso laboral, pero pues eran solo tres días, por lo tanto, compré un libro y exploré distintas formas de entrenar en la casa. 


Luego, el Gobierno Nacional anunció una cuarentena que empezaría el miércoles siguiente. No me acuerdo, en principio, hasta cuándo, solo recuerdo que me dio una crisis nerviosa y un ataque de claustrofobia como los que se sienten en los ascensores viejos cuando van más llenos que Transmilenio. Pensé que no resistiría el encierro y que, probablemente, terminaría más ‘tostada’ que antes. 


Lo que no pudo mi familia, a mis 13 años, lo logró una pandemia: encerrarme. Sin embargo, tenía la esperanza de salir el martes a hacer muchas vueltas para prepararme, pero, por obvias razones, el Gobierno tuvo que anticipar un día la cuarentena porque había muchas ‘Camilas’ pensando en hacer lo mismo. 


En ese momento aparecieron los ‘senseis’ de la cuarentena a decir cómo debería pasar esos  días. Hacer ejercicio, cocinar, estudiar, reencontrarse con uno mismo, trabajar en crecimiento espiritual, meditar, leer, escribir, hacer yoga…yo sí creo que si uno tuviera cabeza este tiempo habría servido para mucho, pude haber escrito la segunda parte del Nuevo Testamento, pero mi cabeza solo daba para intentar entender lo que pasaba, recuperarme del insomnio y empezar un día más, que, a la vez, era un día menos. 


Lo único productivo que hacía era leer el periódico, hacer ejercicio, grabar Tik Toks y ya no me acuerdo cómo transcurrían esos días. Procuraba ir pocas veces a comprar comida porque la energía de afuera me deprimía. Solo se veían ojos miedosos evadiéndonos los unos a los otros. Con ese tapabocas y esas pintas con las que salía de la casa no se sabía, a ciencia cierta, si uno iba a comprar leche o a robar un banco. 


El día más movido fue mi cumpleaños (Leer Cumplir años en tiempos de coronavirus ). 
Al principio, me divertía cogiendo todo lo que encontraba para reemplazar a las pesas: molcajete, jabones para lavar y suavizantes, entre otros. Grababa historias en Instagram para mostrar lo creativa que era y, como todo era novedoso, me divertía. Me encantaba ver conciertos online, pero confieso que hoy ya estoy saturada. ¡Extraño la vida real! Hace falta un ayuno tecnológico para desintoxicarse, algo imposible de cumplir por ahora porque la vida ya no es real, sino virtual. Estoy aburrida de conocerle la casa a todo el mundo: cantantes, presentadores, periodistas...y extraño ir a mi lugar de culto: el gym. 

Descubrí, con base en mi propia experiencia, el significado de la palabra ciclotimia, término usado para describir un estado mental en el que se pasa de la felicidad completa a la mayor depresión; del optimismo, a la desesperanza, y de la tristeza a la alegría. Todo esto, en un lapso no mayor a 24 horas. 


Ya ni recuerdo cuántas veces me ha dado coronavirus en estos días. He sentido que me duele la garganta, que tengo fiebre, dolor de cabeza y de cuerpo, vértigo, pero, afortunadamente, no han pasado de ser ataques hipocondriacos. Somatizo cada paso de este duelo que me impide creer que la vida se haya detenido.  

Felicito a los que han llevado la cuarentena de manera productiva, creando nuevos emprendimientos. Después de un tiempo,  tuve que entrar en esa tónica porque, milagrosamente, en medio de una pandemia universal, empecé a trabajar, lo que debo agradecer infinitamente, en un país con una tasa de desempleo de 21.4%. 


Nunca pensé que llegara julio y, aunque tenemos más libertades, como decía un amigo, "aquí estamos y aquí nos quedamos". Uno se termina acostumbrando a esta ‘maldita cuarentena’ y lo peor es el temor que produce recuperar algo de la normalidad anterior. Esa desconfianza en el otro, independientemente de los afectos, porque partimos de la premisa que “todos estamos contagiados hasta que no demostremos lo contrario”, es lo más jodido de todo. 


Cada uno ha procesado todo esto de modo diferente, pero lo que sí dudo, como escuchaba por ahí y creo que también lo repetí, es que el mundo cambiará y seremos mejores personas. Lo que percibo, en redes sociales, es que, a veces somos iguales que antes y, otras veces, peores. Fernando Savater lo resumió en una frase, con la que me siento identificada: "no creo que vayamos a salir más fuertes, ni más buenos, solo más pobres". 


Recuerden que lo que más nos falla es la memoria y cuando esto pase, lo olvidaremos. Lo que sí hay que valorar y agradecer todos los días es que, aburridos o felices, productivos o improductivos, buenas o malas personas, bonitos o feos, fit o fat, seguimos vivos y dando lora.