Buscar este blog

miércoles, 2 de febrero de 2022

Nací en el 72

 




Por: @CamiNogales

Este post, más allá de ser un camino a la nostalgia de lo que ha ocurrido en mi vida durante este medio siglo, que sería más bien tema para una novela o un thriller psicológico, este es un recuento de los cambios tecnológicos y culturales de los cuales he sido testigo durante mi prolongada existencia.

 

Nací en un mundo en el que solo nos acompañaba un radio –con radionovela incluida- y un televisor en blanco y negro. No existían los pañales desechables y el teléfono fijo era el único medio que nos permitía comunicarnos con el exterior. No había lavadora, sino lavadero para ‘fregar’ la ropa a mano.

 

Eran épocas de ‘forzada’ unión familiar porque solo había un televisor y dos canales. Los principales partidos del Mundial de Fútbol del 78 se podían ver en pizzerías y pantallas gigantes – a color- ; pero en la casa, ni soñarlo. Mario Alberto Kempes fue el mejor jugador de la Selección Argentina, campeona mundial de ese año, y el estadio, que lleva su nombre, no estaba planeado. Luego, con la televisión a color, todo cambió. Me acuerdo de ese televisor Hitachi que, aunque no venía con control remoto, el palo de la escoba hacía su labor.

 

El teléfono no era inalámbrico. Por lo tanto, había que destinar un tiempo prudente –en mi caso, imprudente - solo para hablar. Si buscaba privacidad, era necesario estirar el cable -hasta el baño o un cuarto- con el fin de tener trascendentales conversaciones privadas – a los 12 años de edad -. En esa época, en pocas casas tenían identificador de llamadas, entonces era todo una aventura, llena de adrenalina, reunirse con las amigas y marcar a cualquier número de teléfono para preguntar, “¿Allá lavan ropa?”, escuchar la negativa del otro lado, y concluir diciendo “¡Cochinos!” o escuchar al otro lado del teléfono, a la persona que nos gustaba, decir “aló, aló…hableee, aló…”si la respuesta era con madrazo, mucho mejor.

 

Cuando no podíamos andar en Renault 4, Alpine o Renault 18, carros de la época, cogíamos la buseta directo Caracas, Unicentro, Teusaquillo y no recuerdo cuál más. En época electoral, salíamos en el carro, con afiches del candidato predilecto, a gritar su nombre por toda la ciudad. Por su parte, los contradictores de la época, nos echaban harina. Algo difícil de repetir, ahora, en un mundo tan violento y polarizado. Lo propio hacíamos después de los partidos de Colombia en el que salíamos a gritar, tirar harina y, por supuesto, tomarnos unos guaros.

 

En la grabadora podíamos escuchar los casetes de Abba, Nikka Costa, Menudo, Michael Jackson, Chicago, Air Supply, Luis Miguel…Sacar las letras de las canciones era todo un reto, tocaba retroceder el casete mil veces para entender lo que decían o -más bien- lo que creíamos que decía la canción.

 

El equipo de sonido fue lo mejor que pudo pasar. Los discos de acetato llegaron para hacernos la vida más feliz. El único problema que presentaba era la mota que se le pegaba a la aguja e impedía un buen sonido. También grabábamos casetes, directamente de la emisora, con la voz del DJ incluida.  Esta magia se acabó con la llegada del CD y ahora, con plataformas como Deezer o Spotify. Lo paradójico es que el tocadiscos se está volviendo un objeto de lujo y goce de jóvenes en las casas. 

 

Nuestra distracción era el parque, la calle, los patines. Nuestros amigos pertenecían a la vida real, al colegio o el barrio. Las casas o la tienda eran nuestro punto de encuentro. En la época de Pablo Escobar, cuando estábamos en la casa y sentíamos la explosión de una bomba, solo podíamos conocer la información por radio o esperar a las 7 p.m. para ver el noticiero.

 

También parchábamos en el único centro comercial que había por estos lares: Unicentro. Allí vimos a los famosos Bee Gees de la época, presenciamos tropeles y comíamos helado. Era un lugar en el que no hacíamos absolutamente nada, pero allá llegábamos, puntualmente, todos los fines de semana.

 

Durante la famosa Hora Gaviria –medida de racionamiento de luz que rigió durante el gobierno de César Gaviria- aprovechábamos ese rato para vernos, a oscuras, con nuestros amigos y no hacer nada, pero lo importante es que estábamos juntos y en la calle. Tiempos aquellos en los que nació la Luciérnaga de Caracol, que tampoco la escuchaba porque mis amigos me divertían más.

 

Con la llegada de la ‘perubólica’, conocimos a la afamada Laura en América, la Inka Cola y ampliábamos nuestra cultura con el Show de Cristina. Esta fue la primera puerta al mundo que se abrió y nos permitió soñar con Quinceañera, Cara Sucia, Alcanzar una estrella y Muchachitas.

 

En el cine veíamos las películas de moda como E.T., Flashdance o Regreso al Futuro y, para ver en casa, –gracias al Betamax- alquilábamos las de nuestro gusto en Betatonio o Blockbuster. Ahora las plataformas como Netflix, Star Plus y Amazon Prime son las que ocupan la mayor parte de nuestro tiempo en el televisor.

 

En lugar de Google, tocaba ir a bibliotecas o a la casa de la amiga que tuviera muchas enciclopedias. Yo, por mi parte, no hacía ninguna de las anteriores y los resultados eran proporcionales a mi trabajo investigativo. El Álgebra de Baldor fue uno de los detonantes de los principales traumas que enfrentamos -como adultos- los de mi generación.

 

Aunque crecimos al ritmo de Cindy Lauper, Whitney Houston y Madonna, nuestros modelos a seguir, el rock en español fue lo mejor que pudo pasar. Charly García, Soda Stereo, Toreros Muertos, Hombres G y Los Prisioneros y, para escuchar su música, llamábamos a las emisoras, pedíamos canciones y hasta las dedicábamos. ¡Sí, qué oso!

 

Las primeras fiestas con Miniteca fueron lo mejor. The Best Megafiesta era lo más play de ese entonces. Bailábamos al ritmo de Call Me, Boys, Boys, Boys, Pump the Jam, Who’s Bad…en fin. Fui testigo del nacimiento de Crepes, Von Glacet y Burger King así como de la desaparición de Keops y La Perrada de Édgar. 

 

Cuando queríamos saber la hora, llamábamos al 17 -posteriormente 117-. En la calle siempre teníamos monedas reservadas para llamar por teléfono público y, cuando tocaba llamar a larga distancia, lo hacíamos desde cabinas telefónicas. Fue una época de telegramas, cartas y diarios. Con el beeper empezamos a ser más ubicables, con la ventaja de que se recibía el mensaje, pero, el usuario del mismo, respondía a su discreción. El celular era, en un principio, un teléfono para recibir o hacer llamadas –dependiendo del plan-. Yo era prepago…perdón -aclaro para evitar malos entendidos- estaba suscrita a un plan prepago y, por lo tanto, solo podía hacer lo primero.

 

En periodismo, para acceder a un personaje la única opción era que contestara el teléfono fijo. De lo contrario, tocaba hacerle guardia afuera de su casa o de la oficina. Las grabadoras eran un útil imprescindible para un estudiante de la carrera, así como el directorio de fuentes y la máquina de escribir Remington, la cual fue reemplazada por el computador.

 

Acceder a internet desde el celular y chatear fue todo un descubrimiento revolucionario. No sabíamos que esa era la ventana hacia la pérdida total de la independencia. Las redes sociales, ni hablar. Nunca nos imaginamos poder chatear, acceder -en tiempo real- a todas las noticias del mundo, contactar a los personajes y conocer lo que piensan. Ni stalkear o tener contacto con esos compañeros del colegio o gente que ya habíamos dejado en el olvido. En mi época, la única que se podía caer era yo; ahora la verdadera tragedia es que se caiga internet porque, con su caída, se nos acaba la vida social, familiar, académica y laboral.

 

La mayor revolución, en este medio siglo de vida, fue la pandemia, que nos recordó que, más allá de estos avances, en lo básico está la verdadera felicidad.