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lunes, 8 de diciembre de 2014

El Polígrafo


Por: @CamiNogales

¿Quién no le teme a este aparato al cual, en términos coloquiales, llamamos ‘detector de mentiras’? El que diga que no, es porque no se ha enfrentado, no tanto al aparato, si no a las preguntas intimidatorias de la que es objeto la víctima cuando se ve enfrentada al dichoso polígrafo. 

La primera y única vez que me sometí a esta prueba, y espero que haya sido la última, fue en la fase final de un proceso de selección para trabajar en una entidad. Cuando me llamaron a citarme, me advirtieron que solo podría asistir si había dormido bien y no había tomado la noche anterior. Menos mal esa llamada me la hicieron hace, relativamente poco, porque, si la hubiera recibido hace 20 años, ningún día tendría la disponibilidad para hacerlo por obvias razones. 

Así las cosas, llegué muy puntual a mi cita, que, a la vez, me generaba ansiedad, por enfrentarme a lo desconocido. Antes de entrar a la oficina en la que me someterían a la prueba, llené un formulario en el que debía responder si había tenido alguna relación con las drogas, si en alguna ocasión había robado y otras preguntas similares que ya ni recuerdo. 

Yo, como no tenía nada que perder, fui honesta. Sí y sí fueron mis respuestas. Apenas entré había un tipo en la oficina, aparentemente ‘buenazo’, dispuesto a comenzar esta larga prueba, leyendo aquel formulario, que fue el punto de partida para indagar más a fondo. Me explicó que debería explicar minuciosamente cada una de las afirmaciones porque si respondía que había tenido relación con drogas podría ser interpretado de diferentes formas: por un lado, se podría creer que la probé en la juventud o me había convertido en la mayor narcotraficante de la historia. Él debería saber, exactamente, la dimensión de esta relación antes de conectar el polígrafo con el fin de tener los argumentos necesarios para sustentar el sí o el no de las respuestas finales. 

Yo empecé a explicarle detalladamente las veces que robé cuando era una adolescente y recordé, especialmente, recién abrieron Azúcar, que vendían tangas fucsia, naranja y verde fosforescentes, y negras. Con un par de amigas fuimos cuatro veces a la misma tienda y cada día salíamos con una tanga de un color. Al relatar dicho episodio olvidé por completo la causa por la cual yo estaba en aquellas cuatro paredes, con el agravante de que confundí al sujeto con un amigo. Por lo tanto, yo no podía de la risa contándole dicha historia, risa que se congeló en el momento en que me enfrenté a la cara de seriedad de este personaje. 

Sobre el tema de las drogas le comencé a contar una historia de amor con un personaje adicto a las mismas y al alcohol. En este caso me ocurrió todo lo contrario, ya no me causó risa, sino que reviví momentos muy difíciles que incluían la separación del aquel. Esta vez pensé que se trataba de una cita con un psicológo y, cuando una lágrima estuvo a punto de correr por mis mejillas, levanté la cabeza y me encontré a un señor que, cual psiquiatra, tomaba apuntes, pero cuya mirada no era la más amigable. 

Me hizo muchas preguntas de ese estilo, en las que buscaba corroborar qué clase de delincuente había sido y la verdad…lo comprobaron cuando el señor me preguntó si alguna vez había estado detenida. Mi respuesta fue un “sí” contundente. En el barrio en el que viví, durante mi adolescencia, tenía un grupo de amigos, reconocidos por el desorden en las calles del mismo. Una tarde nos prohibieron tomar alcohol en el espacio público y nos advirtieron que si lo volvíamos a hacer nos detendrían. 

Esa advertencia nos dio igual y pocos días después reincidimos. Estábamos en un parque tomando un vino, no sé si de consagrar o Cinzano o cualquier vaina de esas, llegó la Policía y nos hicieron tomarnos de la mano y acompañarlos al CAI, lugar en el que, por obra y arte de magia, me enfermé de un dolor que ni recuerdo, razón por la que dos horas después de tenerme allí me dejaron salir de aquel lúgubre lugar, acompañada de la mamá de un amigo.

Se trató de un recorrido divertido por mi adolescencia, aunque, seguramente, para la empresa en la cual me presenté, no fue así. Después de esa amena charla en la que, a mi juicio, solo faltó un capuchino, me pusieron en el brazo como un estuche de ipod, pero más delgado que mi brazo. Allí empiezan las preguntas en las que solo se puede responder de manera positiva o negativa y es formulada de diferentes formas. De hecho, una de las respuestas debe ser, intencionalmente, una mentira. Todo esto ocurre guiado por el sujeto que dirigía la prueba. 

Yo no podía del dolor de brazo, pero nunca dije nada. Solo me remitía a mirar a la puerta, lugar en el que debía mantener la mirada, cuando, de repente, este señor pasó de ser amigo y especialista a un ‘brujo’, pues me preguntó, qué le pasa, le molesta algo. En ese momento ya sentía cosquillas en mi mano. Le confesé, confundiéndolo ahora con un cura, que el brazo me dolía mucho, a lo que me respondió que vio dicha molestia en el computador. Por lo tanto, se vio obligado a detener la prueba y a conectarme este aparato con la pierna. 

Al hacer dicho cambio, volvió a empezar nuevamente. Luego me pedía que no me moviera y lo juro que no lo hacía. En ese momento dejó de ser mi amigo y me dijo, seriamente, que si me seguía moviendo, no podía seguir con la prueba. Es decir, después de más de dos horas, la perdería ‘ipso facto’.


Yo estaba quieta o no sé si era mi subconsciente el inquieto. Lo cierto es que tuvo que volver a empezar, hasta que, por fin, después de tres horas, la superé. Bueno, ‘superé’ es un decir, porque, tres meses más tarde, recibí la respuesta de que no había sido seleccionada en este proceso. No sé si se demoraron todo este tiempo analizando el prontuario que confesé, solo espero que la confidencialidad se mantenga y no volverme a  encontrar a este polifacético personaje en la vida.