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martes, 7 de junio de 2016

Aprendiendo a manejar



Por: @CamiNogales 

Nunca me interesó hacer un curso de conducción, a pesar de la insistencia del mundo entero que señalaba que uno debía aprender a manejar porque en cualquier momento se podría presentar una emergencia. Siempre me pareció una bobada hacerlo sin tener en  dónde practicar, tampoco lo haría en un carro ajeno y mucho menos con alguien de la familia para evitar, por obvias razones, conflictos familiares irreconciliables.

El año pasado me dio la locura de comprar un carro sin tener la más mínima idea de prenderlo. Me inscribí en un curso por Internet y me tumbaron de frente, pero eso no fue un obstáculo para conseguir una segunda academia, de la que salí sabiendo lo básico.

Me compré el carro y me encarté. Primero con el crédito y segundo con el carro. Peñalosa me debería agradecer porque, en mi caso particular, el Día Sin Carro ha sido más días de los programados en el año. La primera vez que lo saqué lo hice con una amiga que al darse cuenta que yo no podía hacer ni un pare, me decomisó las llaves.

La segunda fue con unos amigos y casi le rayo todo un lado al intentar sacarlo de un garaje que está diseñado para que los carros no salgan nunca o para que uno se demore el mismo tiempo que espera un SITP en poder salir de allí.

Ese día por la circunvalar vi una camioneta BMW, con la que siempre he soñado, y por estarla mirando casi llego directo a la séptima de una sola voltereta. Con estos antecedentes, no tuve opción diferente a contratar a una persona que me acompañara a manejar y me enseñara algunos tips tan simples como qué hacer para que no se me apagara el carro en cada esquina. Debo decirles que este súper héroe, con nervios de acero, tuvo que hacer un ejercicio físico y mental invaluable.

Sin embargo, una tarde en la que los nervios me jugaron una mala pasada decidimos tomar un café en Starbucks, el cual me costó la módica suma de $172.000 por mal parqueada y un divertido curso en la Secretaría de Movilidad en el que me tuvieron presa durante dos horas.

El susto que me generaba el carro me impedía separarme de mi acompañante, pero la falta de presupuesto me obligó a hacerlo. No quería que ese día llegara, el solo hecho de imaginarme sacando el carro sola me da náuseas, cosquillas en el estómago y ganas de llorar, pero no hubo alternativa.

Salí sola y manejé y empecé a padecer justo en el mismo momento en que la ruta mental para llegar a mi destino no me servía y me perdí. Confiando en mi sagacidad como conductora, seguí manejando y, simultáneamente, buscando una dirección, cuando sonó un golpe que confundí con un atentado, pero no, fue un ‘andenazo’, y el ruido fue culpa de la explosión de la llanta.

Mi carro quedó pata de cumbia y el timón me llevaba hacia la derecha y yo, obviamente, muerta del susto era incapaz de bajarme a mirar qué pasaba, hasta que un señor me detuvo para anunciarme que mi llanta había pasado a mejor vida y que cerca había una bomba. Allí me cambiaron la llanta y finalmente llegué a mi destino.

Cada vez que pienso en volver a sacarlo comienza el proceso de somatización de los nervios y el viacrucis empieza nuevamente en el garaje de mi edificio con “dele toda a la derecha, no, ahora a la izquierda…no tanto porque lo va a rayar…”, luego llego a otro garaje y comienzo nuevamente el proceso con el carro apagado y así sucesivamente.

El otro día el timón me iba ganando la partida y un man se dio cuenta, y como a ellos les encanta el mal de las mujeres en el carro, no aguantó y soltó tremenda carcajada en mis narices, mientras yo soltaba tremendo ‘madrazo’. Por ahí dicen que el que persevera, alcanza, aunque después de pasar el cuarto piso hay que perseverar el triple de lo que se perseveraría en el segundo para este fin, y entonces seguiré insistiendo hasta que Nico Rosberg y Lewis Hamilton sean unos pendejos al lado mío.